sábado, 16 de abril de 2011

Victoria


Estamos acostumbrados a llamarle al sábado de semana santa como “Sábado de Gloria”, porque es en la noche del Sábado Santo en que “se abre la gloria”. Esto es en parte verdadero y en parte falso. Efectivamente es en la noche del sábado, de acuerdo con nuestra forma de contar los días, pero según la costumbre judía de conteo, en realidad es la madrugada del domingo, pues ellos cuentan el día a partir del atardecer.
De cualquier forma, en ambos casos la “gloria” del sábado es hasta en la noche, lo cual quiere decir que continúa el espíritu reflexivo del Viernes Santo (Cfr. Cruz) aunque animado con la certeza de la Resurrección. La Iglesia ora junto al sepulcro, esperando con ansia la Resurrección de su amado (Cristo).
Durante la mañana, se suele rezar el Via Matris (en latín: “Camino de la Madre”), que es recorrer en sentido inverso las estaciones del Via Crucis acompañando a María, que regresa del sepulcro hacia su casa, reviviendo aquellos hechos que, como profetizó Simeón, le atravesaron el corazón como una daga (Lc 2,35).
Una vez que ha anochecido el sábado (y antes de que amanezca el domingo), se celebra la “Madre de todas las Vigilias”, la Celebración más importante del Año Litúrgico: la Solemne Vigilia Pascual. Es una celebración hermosa, llena de tantos signos que necesitaría varias entradas para explicarlos uno a uno.
La Celebración se divide en cuatro momentos:
  1. Lucernario.
  2. Liturgia de la Palabra.
  3. Liturgia Bautismal.
  4. Liturgia Eucarística.

Lucernario.
Comienza con una fogata en el exterior del Templo, donde nos reunimos los fieles. Estamos esperando la Resurrección, somos “el pueblo que caminaba en tinieblas y vio una gran luz” (Is 9,2; Mt 4,16). El sacerdote toma un cirio (el Cirio Pascual), que representa a Cristo mismo, “Luz del mundo”. Tras la bendición de la fogata (el Fuego Nuevo), se adorna el Cirio resaltando nuestra fe en Cristo Principio y Fin, Alfa y Omega (la primera y última letras del alfabeto griego), dueño del tiempo y la eternidad. Una vez encendido, nos dirigimos en procesión hacia el templo.
Llegando al Templo, tiene lugar uno de los momentos más solemnes e importantes, que nos da el sentido completo de la celebración: El Pregón Pascual. Es un cántico de triunfo, de acción de gracias, de gozo para el cielo y la tierra “por la victoria de Rey tan poderoso”, pues Cristo “ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán, y ha borrado con su sangre inmaculada la condena del antiguo pecado”, porque “ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende a victorioso del abismo”. Esta “noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos” y “une el cielo con la tierra, lo humano con lo divino” (los entrecomillados fueron tomados textualmente del Pregón).

Liturgia de la Palabra.
Se prescriben siete lecturas del Antiguo Testamento con sus respectivos salmos (pueden reducirse hasta tres o, en caso de extrema urgencia, dos). Son un paseo a través de la historia de la salvación, desde la Creación del mundo, pasando por la promesa hecha a Abraham de un pueblo numeroso, la liberación del Pueblo de la esclavitud de Egipto (tema de la clásica película “Los Diez Mandamientos”) y la cómo los profetas fueron fomentando la esperanza en Cristo.
Recordar estas promesas nos ayuda a reafirmar la Fe en Dios, que no nos abandona, que no olvida lo que nos promete, que ha guiado al Pueblo a lo largo de la historia, preparándolo para recibirlo y seguir sus enseñanzas.
Al concluir la última lectura del Antiguo Testamento (con su salmo y oración correspondientes), se canta el Gloria, pues Dios ha hecho “resplandecer esta noche santa con la gloria del Señor Resucitado”. En ese momento se encienden las luces del templo, que estaba a oscuras, y las velas del altar; se tocan las campanas y el gozo de la Iglesia no puede ser mayor: hemos sido redimidos, hemos sido librados de la muerte y del pecado, porque Cristo ha Resucitado y no volverá a morir.
Se lee el Evangelio de la Resurrección del Señor, precedido por un Aleluya solemne.

Liturgia Bautismal.
En los primeros siglos de la Iglesia, se acostumbraba bautizar a los adultos (a los adultos que se preparaban a recibir el bautismo se les llamaba catecúmenos). Ellos llevaban una preparación de varios años y, cuando eran juzgados dignos de recibir el bautismo por el Obispo del lugar, eran bautizados precisamente durante esta Vigilia (recordemos el Pregón: “lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos”).
La liturgia marca la bendición del agua bautismal (en aquellos lugares en los que hay pila bautismal), que es precedida por la Letanía de los Santos (una invocación a aquellos que ya gozan de la visión de Dios) y se bendice el agua con la que serán bautizados los catecúmenos (o los niños).
Un punto sumamente importante es la “renovación de las promesas de bautismo”. No es que tengan “fecha de caducidad”, al contrario. El problema es que somos olvidadizos y no siempre vivimos de acuerdo a nuestra fe, no siempre renunciamos al pecado ni siempre ponemos a Dios en lo alto de nuestra vida. Por eso es importante que, recordando nuestro bautismo, volvamos a expresar estas promesas.

Los signos que tiene esta hermosa celebración son muchos, y no los alcanzo a agotar en una sola entrada, esto sólo fue una revisión a “vuelo de pájaro”. La sensación que nos queda es que es una fiesta de Victoria, de felicidad, porque el poder del mal sobre nosotros ha sido destruido, porque sólo falta decidirnos verdaderamente para tener un cambio de vida, pues Cristo ya nos ha abierto el paso.
Como en estos días, hoy es posible ganar una Indulgencia Plenaria si, de forma consciente (léase… no automática) renovamos nuestras promesas de bautismo, además de cumplir con las condiciones ya antes dichas (Cfr. Tres Regalos).

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