sábado, 16 de abril de 2011

Cruz

El día de hoy nos encontramos con muchas diferencias con respecto al día anterior. El gozo, la solemnidad y la belleza de los arreglos del Templo han cambiado. Se respira un aire de reflexión, de silencio, de una cierta pesadumbre. Las imágenes están cubiertas, el altar no tiene mantel, las campanas enmudecen, a los mayores de edad nos obliga el ayuno, y a los de más de 14 años, abstenerse de comer carne (humana, cerdo, res, aves, etc., exceptuando pescados y mariscos). Cristo ha muerto por nosotros.
Viernes Santo, Viernes de la Pasión del Señor. Durante el día, se acostumbra rezar el Via Crucis (en muchos lugares, representado con lujo de detalle, en otros, en la soledad del Templo con gran devoción).
Desde hace mucho tiempo la Iglesia omite por completo en este día (y el sábado) la celebración de la Misa y en su lugar propone una Celebración de la Palabra con la Adoración de la Cruz.
Alrededor de las tres de la tarde (hora en que murió Jesús), comienza la Celebración sencilla pero cargada de signos. El sacerdote, revestido, entra en silencio y se postra en tierra (en tanto que los demás nos arrodillamos). Es un momento de oración, en el que caemos en cuenta que han sido nuestros pecados los que han ocasionado este desenlace. Pido perdón, sí, porque he sido yo y no los judíos quien lo ha condenado a morir injustamente.
Después de una breve oración, se leen las lecturas. Nuevamente, como en el Domingo de Ramos, se lee la Pasión de Nuestro Señor, pero en esta ocasión según san Juan. La lectura es solemne, pero sin velas ni incensario. Es larga, sí, pero trae a mi mente las consecuencias de mis pecados, de mi falta de amor hacia Dios.
Llegando al momento en el que se relata la muerte de Jesús nos arrodillamos y guardamos silencio, en una mezcla de dolor y de agradecimiento, pues he sido rescatado del pecado a un gran precio, pero no he sabido apreciarlo como es debido.
Tras la explicación del sacerdote, es momento de hacer una oración por todo el mundo, creyentes y no creyentes, pues la salvación ha venido para todos. Son oraciones largas, pero llenas de un verdadero amor por cada uno de los hombres, son las súplicas sinceras de la Iglesia que quiere llevar la salvación a todos.
Viene el momento central: la Adoración de la Cruz. Es Adoración en el sentido pleno del término, es decir, el culto que solamente se le da a Dios. Es verdad que se trata de un infame instrumento, que ha torturado y arrancado hasta la última nota de dolor de Cristo, que le ha provocado la muerte. Pero es, a la vez, un signo del seguimiento y de la misión de Cristo (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23; 14,27): “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Le rendimos adoración no al objeto material, no a ese madero que se nos muestra, sino al Dios que está presente verdaderamente en el gran misterio de la muerte y el sufrimiento. Ante “el árbol de la Cruz, donde estuvo clavado Cristo, el Salvador del Mundo” que se nos muestra para adoración, palpamos el inmenso amor que Dios nos tiene, hasta el punto de entregarse a sí mismo, de dar la vida. En silencio y con respeto, muestro con pesadumbre un signo pequeño de gratitud, un beso, una reverencia, hincar mi rodilla en el suelo, pero la Cruz no pasa desapercibida, me recuerda que Ella no ha sido quien lo mató, he sido yo, con mis faltas, con mis pecados, con mi gran falta de amor. Es la voz silenciosa de Dios que me pregunta “¿Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te he ofendido?”.
La Iglesia, dolida, no ha querido celebrar la Misa, porque le recuerda que Él murió, porque sabe que en la Eucaristía está presente esa entrega (Tomen y coman… es mi Cuerpo que se entrega, es mi Sangre que se derrama). Pero también sabe que es la única fuerza que nos sostiene, que es nuestro alimento, y que ese sacrificio no fue en vano, que Él quiso quedarse en la Eucaristía. Por ello, se nos da la comunión (sin la consagración, ni el canto del Cordero de Dios ni el saludo de paz) en un ambiente propio de oración.
Este día no es, modo alguno, el día de los derrotados, de los que han sido vencidos. La muerte de Cristo nos duele, o nos debe doler, porque es un inocente que ha muerto por ti y por mí, por todos, por los ateos y por los satánicos, por los católicos y los protestantes, por hinduistas y musulmanes. Sin embargo, nos consuela saber que esta muerte es temporal, pasajera, que no es derrota, sino victoria, que en realidad es el comienzo de la liberación, que el pecado y la muerte han dejado de tener poder sobre nosotros. Dios está culminando su obra de salvación.
La Celebración del Viernes termina como comenzó: en silencio. Nos retiramos con congoja, pero con la llama de la esperanza que arde sin apagarse: Él resucitará, Él vencerá, Él hará resplandecer su poder.
En muchos lugares, se acostumbra rezar el “Rosario del Pésame a la Virgen” y hacer la Procesión del Silencio. Son signos de dolor, de penitencia, de arrepentimiento. Pero insisto, no estamos derrotados, la esperanza no ha muerto. Él lo prometió, y Él lo cumplirá: Resucitará para no volver a morir.
Algunas personas me han preguntado que si en este día no se puede escuchar radio, ver la televisión, etc., yo siempre les respondo: cada quien muestra su dolor, su arrepentimiento de forma distinta, pero si la radio y la televisión no te ayudan a vivir con intensidad este momento para el cual te preparaste durante la Cuaresma, si te distraen del ambiente de silencio y de oración propios del día, la decisión es tuya: aprovechar o no este momento de comunicación con Dios.
Como en el día anterior, hoy es posible ganar una Indulgencia Plenaria si, con devoción, participamos en la Celebración de la Adoración de la Cruz, además de cumplir con las condiciones ya antes dichas (Cfr. Tres Regalos).

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